Allí andaba, como siempre. Dando pasos seguros, brincando entre las rocas, pese a sus más de setenta años. Montaba sus cañas de bambú y enganchaba las sardinas a los anzuelos con una facilidad sorprendente. Lanzaba al canal de entrada al puerto, entre la escollera norte y la sur. Tensaba el hilo con sus vetustos pero seguros carretes Segarra y nos sonreía.
«A vore si hi ha un llobarret amb fam. Ara, faré unes rascasses per a que la dona faça un caldo». Nosotros, con apenas doce años, flipábamos con aquel hombre moreno, de manos grandes. ¡Pescaba a la lubina con las lanzadoras y también quería sacar pequeñas escorpas como quien va a comprar a la lonja...!
Entonces cogía trozos de cañas, o palos que el mar había depositado en la escollera. Les ataba un sedal e introducía cada hilo en un agujero de mar oscuro, entre las rocas. «Le ha puesto un trozo de pulpo», me explicaba mi amigo Jaume mientras yo revisaba el cebo. En poco tiempo ya había copado media docena de brechas de agua en el espigón con sus minúsculas cañitas aseguradas con piedras.
Una hora más tarde en su pozal ya guardaba vivos los primeros rascacios de roca, además de un dorado que había sacado con una de las cañas grandes.
De ese hombre aprendimos lo peligrosas que son las espinas exteriores de la «Rascassa». De ahí que para desengancharlas siempre usara el pie. Las pisaba y con cuidado sacaba el anzuelo para guardarlas con la ayuda de un grueso trapo.
La familia de los rascacios y todos sus nombres («escòrpora», «serrà imperial» «pelagat», «gallineta», «rascassa», «cabratxo»...) es buena para los guisos de arroces, calderetas, «fideuàs». Deja un sabor exquisito y es muy aprecidada para los platos marineros tradicionales.
Hoy, valía la pena recordar como se pescaba antaño en las escolleras portuarias de Dénia.
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