El verano había sido fantástico, pero estaba llegando a su fin. Mi hermana mayor andaba un tanto excitada pues quería repartir su dirección postal a diestro y siniestro con el propósito de poder cartearse en invierno con los amigos cosechados ese año.
Joan y yo nos volvimos a reunir para organizar la última «pesquera» de la temporada. Justo cuando estábamos preparando las cañas apareció Gemma, la prima de mi amigo, para burlarse un poco de nosotros. «¿Preparamos la nevera y atamos al gato?», preguntó con sorna.
No me pude resistir y respondí. «Puedes bromear, pero ni tu ni mi hermana pescáis nada. Y no hablo de lubinas o doradas. Me refiero a aquel rubio teutón que prefirió jugar al fútbol en la arena con nosotros antes que tumbarse a vuestro lado».
«¡Para, torito!», vociferó Gemma. «Con esas cañas y el temporal que se avecina pocos peces picarán», apostilló.
Joan intervino y cortó mis palabras. «Mira guapa. Este y yo estamos aburridos de aguantarnos todo el verano. Llama a su hermana y montamos un concurso de pesca. El último concurso del verano. Quien pierda paga un bocadillo en El Marino y las entradas del cine La Rosaleda».
Gemma y mi hermana aceptaron. Dos horas más tarde las cuatro cañas se plantaron en la Marineta Cassiana. La playa respiraba un ambiente triste, de final de estación. Hacía fresco y el cielo era gris. El mar se rizaba por momentos y el viento apuntaba el inicio del primer temporal de septiembre.
Teníamos tres horas para demostrar que en pesca éramos los mejores del lugar, pero pasados los primeros sesenta minutos los cebos seguían intactos, tanto en nuestras cañas como en los aparejos contrincantes.
Finalmente mi hermana bromeó. «Me han picado». Y comenzó a recoger hilo. La puntera de la caña se doblaba un poco mientras ella gritaba «lo llevo, lo llevo». Mientras, metros más allá, nosotros animábamos divertidos «¡alga, alga, alga!», pues era lo único que los anzuelos iban sacando aquella tarde en cada acometida.
Para sorpresa nuestra sacó un pequeño sargo. 1-0.
Dos horas más tarde: la última oportunidad
Fue la peor jornada de pesca que recuerdo. Ni una picada perceptible entre los cuatro. Un sargo pequeño, cogido por despiste del animal, nos iba a dejar en ridículo.
Yo había estado toda la tarde con una idea. «El mar está movido. Pescamos sobre una zona de algas. Tiene que entrar alguna anguila en la bahía, como el año pasado que cogimos tres».
Y se cumplió el tiempo del concurso y había que recoger el carrete por última vez. Lo hicieron las chicas primero, sin ninguna nueva captura. Después fui yo quien cobró todo el hilo, con el gusano más fresco que una rosa, bailando en el sedal.
Joan recogió con lentitud. Cuando el plomo y el anzuelo atravesaron la barrera de algas, que existía a 25 metros de la orilla, empezó a sonreir. «Tengo algo enganchado y tira más que ese miserable sargo que quería derrotarnos».
Y apareció dando brincos sobre las últimas olas. «¡Una anguila!»
La anguila se acercó hasta nosotros ante las malas caras de mi hermana y Gemma. Joan cogió el trapo para retenerla y desengancharla. Asombrado me dijo: «métela rápido en el cubo para que no la vean, es una serpiente».
De nada sirvió la maniobra. Las chicas rieron hasta la saciedad. «Es un concurso de pesca y la serpiente no es un pez...».
Desgraciados nosotros por pescar una serpiente. Felices ellas por sentirse vencedoras.
«Nosotras cenaremos bocata en El Marino y vosotros quizás un allipebre de serpiente... ja, ja, ja.».
Joan encajó las bromas con alegría. Amaba el mar por encima de todo y aquel ser inusual que acababa de pescar le pareció maravilloso. La supuesta serpiente volvió viva hecha un nudo al Mediterráneo, acompañada del sargo.
Lo que para muchos marineros era un mal augurio –«un demonio del mar», decían– para nosotros fue increíble y divertido. A día de hoy todavía busco imágenes sobre aquello que pescó Joan. Posiblemente era una especie de pez (que no de serpiente) de la familia de los ofíctidos (Ophichthidae) y que suele aparecer en las aguas estancadas, propias de puertos y espigones.
Por la noche, en la Rosaleda, proyectaron «Posesión infernal», de Sam Raimi. Los bocadillos del viejo El Marino, deliciosos.
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