Era un hombre ingenioso. Cuando llegaba septiembre, antes del primer temporal, colocaba las pulperas a no más de cien metros de la orilla. En pocos días el mar daba sus frutos.
Entraba caminando. El agua allí no cubría hasta sobrepasados los 200 metros mar adentro. Como si sacara patatas del campo iba escogiendo los pulpos más grandes, aquellos que servían para secar. El resto se sumergían de nuevo en el agua.
Después regresaba a su casa de la playa con no más de tres ejemplares. Creo recordar que golpeaba los pulpos con una masa para ablandarlos (puede que solamente lo hiciera con aquellos que gastaba para guisar). Había construido unas cajas forradas de tela de mosquitera. Dentro introducía el pulpo extendido sobre trozos de caña. Colgaba aquellos habitáculos con los animales en los alambres de secar la colada. A veces –cuando no contaba con mosquiteras– pringaba los moluscos con un poco de pimienta, para espantar a las avispas y así evitar que nos picasen si merodeábamos por el espacio de aquella increíble composición visual.
Cuando por fin los pulpos estaban secos los troceaba y los ponía en la plancha sobre el fuego. Aquel plato de pulpo seco, casi quemado, bañado en aceite y con dos gotas de limón nos sabía a gloria. Esta noche, en El Marino, he regresado a mi niñez recuperando para mi paladar ese sabor. Y me he acordado mucho de ti, abuelo.
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George Pagett (viernes, 29 noviembre 2013 21:10)
Un historia bonito sobre un manjar sin igual, y de un restaurante fenomenal que cuenta con unos platos y un servicio de 5 estrellas
El Marino Dénia (viernes, 29 noviembre 2013 21:56)
Gracias George.